Durante el siglo V, en un ambiente de violencias y de desorden, se pasó de la Hispania provincia del Imperio romano, a la Hispania reino godo independiente. No hubo brusca sustitución de un poder por otro, sino que el cambio se realizó a lo largo de cien años, sin que los que vivieron la transformación tuvieran conciencia de que se produciría una ruptura.
A fines del siglo IV y comienzo del V, el empuje germano había abierto brecha en el limes romanos. En el año 409 atravesaban los Pirineos Occidentales unos pueblos -vándalos, alanos, suevos- que iban en busca de tierras donde establecerse. Se extendieron por la Península y la saquearon, pero sin llegar a dominarla ni menos aún a ocuparla totalmente. Representan la primera oleada de invasión, y aunque su acción fue casi únicamente destructora contribuyeron a separar de Roma las provincias extremas y a crear una situación de hecho distinta de la legalidad imperial.
El Imperio romano era ya sólo capaz de enfrentar a unos bárbaros contra otros. A los que ocupaban la Península, el emperador Honorio les opuso los visigodos. Su intervención en España tuvo un carácter equívoco, muy propio de la época, que permitió toda suerte de transiciones. Su jefe, Valia, era, a la vez, rey de su pueblo y general romano. En 416, en virtud de pactos con el Emperador, Valia penetró en la Península con el encargo de expulsar de ella a los otros invasores. En dos años de campañas victoriosas logró vencer a los alanos y a los vándalos silingos, los cuales, habiendo perdido su cohesión a causa de la derrota, se desvanecen como pueblos. Llamado por el Emperador Constancio, en 418, antes de dar término a su empresa en España, Valia fue autorizado a establecerse con su pueblo en la Aquitania, mediante un foedus con Roma, que no le otorgaba, naturalmente, la independencia política, sino la condición de federado con derecho a la hospitalidad y el consiguiente reparto de tierras.
No tardaron los vándalos asdingos en pasar a África (429), terminando en la rica provincia, otrora sede de Cartago, una de las más estupendas migraciones que registra la Historia. Mas los suevos prosiguieron su oscura lucha con los hispano-galaicos, sólo interrumpida por los acuerdos locales pronto incumplidos, a través de los cuales se puede entrever el progresivo afianzamiento de una monarquía sueva en la Gallaecia.
A las incursiones de los bárbaros se unen los levantamientos de los bagaudas de la Galia y de la Tarraconense. Es un movimiento de provinciales frente a la opresión de lo que quedaba de la máquina estatal romana, y tiene, además, un carácter de rebelión social.
Contra unos y otros, el Imperio romano envió una vez más a los visigodos, quienes poco antes habían constituído la fuerza principal del ejército que, en la batalla de los Campos Mauríacos (451), detuvo a las hordas de los hunos de Atila. Allí los germanos romanizados salvaron de una ruina total el patrimonio imperial, que luego se repartirían como herencia. Y eso es lo que hicieron los visigodos en España. El encargo del emperador Avito a Teodorico (456) para que, en nombre de Roma, expulsase a los suevos, que se extendían ya por toda la Península, se convirtió, en realidad, en una transmisión de autoridad. Lo que los visigodos ocuparon primero como federados, lo ampliaron luego por su cuenta, y cuando, en 476, fue depuesto el último emperador de Occidente, lo poseyó como bien propio, Eurico, hermano y sucesor de Teodorico.
Tolosa era el centro del reino de Eurico, en el cual la Península, más que la base de su poder, representaba un agregado. El rey bárbaro dominaría la zona que iba de la Alta Tarraconense a la Lusitania; pero es dudoso que poseyera también la Bética y la Cartaginense, que sólo progresivamente cayeron en manos de los visigodos, en un lento madurar que quizá no necesitara de campaña militar alguna.
Aunque a fines del siglo V se intensifica el movimiento de los visigodos desde la Galia a España, el número de ellos que se instalaron en la Península no sería superior a unos 200.000, lo cual representa una escasa aportación étnica, sobre todo si consideramos que la población hispanorromana alcanzaría seguramente los 8 millones. Los asentamientos no se verificaron de un modo uniforme en todas las regiones, sino que la distribución fue muy desigual, procurando mantenerse agrupados en ciertas comarcas -lo que justificaría los dos tercios que se atribuían en los repartos de tierras, donde éstos se efectuaban-. A pesar de ello, la instalación fue causa de la disgregación del pueblo godo. Dejaron de reunirse las Asambleas generales, que equivalían al pueblo en armas y que eran el supremo órgano de gobierno. Y los visigodos, entremezclados con los hispanorromanos, cuyas tierras compartían, quedaron sometidos a la influencia inevitable de la sociedad en medio de la cual se establecieron.
Este proceso de ocupación de la Península se completó a consecuencia del conflicto surgido entre visigodos y francos al iniciarse el siglo VI. Vencido el rey godo Alarico II en la batalla de Vouillé (507), la Galia cayó en manos de los francos, y, de ella, los visigodos conservaron sólo la Narbonense. El centro del reino visigodo se fijó en Toledo, tras unos años de fluctuación entre Narbona y Barcelona. En este momento puede decirse que la provincia ha dejado definitivamente de existir -aunque acaso en el sur de Hispania quedasen todavía ciudades no ocupadas-. Al reino visigodo tolosano, federado del Imperio romano, le había sucedido un reino toledano independiente.