La transformación de la Península bajo la acción modeladora de Roma -ese proceso duradero y profundo que se llama la romanización- empezó mucho antes de terminar la conquista. Podría decirse que se inició con el desembarco en Ampurias y las primeras luchas -ya que, en toda guerra, los contrincantes tienden a adaptarse a sus enemigos, y si César hacía notar la influencia en los legionarios de las costumbres de los hispanos, incomparablemente mayor hubo de ser el efecto que en éstos produjera la superior cultura y organización romanas-.
Pero, sobre todo a partir de la caída de Numancia, queda patente el hecho de que no puede concebirse como de simple enfrentamiento el período que comprende los siglos II y I antes de Cristo, dejando la romanización para los tiempos del Imperio.
- Resistencia a la penetración romana
Por un lado, prosiguen la penetración y la resistencia. A través de las tierras de los lusitanos, Decio Junio Bruto llega a Galicia en 137 a.C.; se domina el Valle del Duero; entre 123-121 a.C. se ocupan las Baleares. Y aun prescindiendo de los pueblos que en la zona septentrional viven al margen de Roma, continúan también reproduciéndose brotes de rebeldía, como el de los lusitanos, que, con diversas alternativas, no terminará hasta el 94 antes de Jesucristo, y el de los arévacos, que acabó con la destrucción de Termancia.
- Provincialización en las regiones bética y levantina
Pero, a la vez, el extenso y vario escenario hispánico permite que se desarrolle una acción bien distinta en las regiones bética y levantina, donde aparece una precoz provincialización, que fue, sin duda, más fácil por encontrarse dicha zona en una fase cultural y económica superior a la del resto de la Península. Otra circunstancia favorable fue la secular influencia mediterránea, respecto a la cual Roma suponía más una intensificación que un cambio, hasta el punto de que el arte ibérico, que venía considerándose como creación indígena bajo el influjo greco-púnico, se ha visto que continuaba durante el dominio romano.
- Las colonias latinas y romanas, entre las ciudades turdetanas o ibéricas
Las colonias latinas y romanas existentes eran focos de gran porvenir, pero aún se encontraban aisladas entre las ciudades turdetanas o ibéricas, que constituían mayoría y que seguían con su régimen propio, regulados sus derechos y su relación con Roma por el pacto que se hizo con cada una de ellas al efectuar su sumisión, y que era más o menos favorable según la resistencia opuesta o los servicios prestados.
- La organización, a imitación del vencedor, Roma
Mas la influencia romana en la estructura político-social indígena se ejercía por diversas y sutiles vías. Pronto desaparecieron los régulos, sustituidos por gobiernos de asamblea, que los pretores juzgaban menos peligrosos por ser más manejables. Se produjo la inevitable imitación de la organización del vencedor. La acción del funcionario romano, ya fuera como árbitro, protector o recaudador del "stipendium", era poderosa siempre, incluso respetando la autonomía de las ciudades. Y, por encima de todo ello, estaba la hábil y realista práctica de la República, de conceder la ciudadanía romana o latina a aquellos españoles distinguidos que sirvieran a sus intereses.
- El tráfico mercantil, riqueza minera y agrícola como factores que impulsaron el proceso
Hay que tener en cuenta que la influencia en la cultura y en el modo de vida debió de alcanzar frutos aún más rápidos que la asimilación jurídica y política. Si es cierto, como afirma Estrabón, que al finalizar el siglo I a.C. imperaban en la Bética el latín y las costumbres romanas, el proceso hubo de comenzar mucho antes, y en él tuvo, sin duda, un papel importante el intenso tráfico mercantil, alimentado por la riqueza minera y agrícola y la numerosa población. Aunque no deben excluirse estos factores en el Valle del Ebro, podemos señalar otro, que es más particular de dicha región: la participación de los hispanos, como soldados de los "auxilia" en las campañas que los romanos efectuaban incluso fuera de la Península.
Dos acciones, pues -enfrentamiento y asimilación-, se desarrollaban simultáneamente en escenarios distintos. Pero, a la vez, se producen episodios en los que romanización y resistencia se conjugan, y son ellos quizá los que mejor definen este periodo de transición.
- Sertorio, un romano, se convierte en el nuevo Viriato
Así, la guerra de Sertorio nos permite ver cómo la Península va entrando de lleno en el campo de gravitación de Roma. Como consecuencia de las luchas políticas que agitan el último siglo de la República, Sertorio, uno de los jefes del vencido partido popular romano, ha de huir de la capital y buscar refugio en España. Los lusitanos lo acogieron como jefe. Pero el nuevo Viriato, de quien esperaban que los condujera contra el pretor de la Ulterior, era un general romano: signo del cambio de los tiempos. Invencible en la guerrilla, no pudieron los romanos expulsarlo de la Lusitania. Y la guerra, reemprendida en el 80 a.C., se extendió a la Citerior, que Sertorio dominó desde el año 77. Pero el guerrillero era también el excelente discípulo de Mario, capaz de convertir las bandas de celtíberos en un ejército: "por medio de las armas, formación y orden romanos, les había quitado aquel aire furioso y terrible". Enfrentándose con Roma, se romanizaban. Gracias a la disciplina militar y, asimismo, a la cultura: "reuniendo en Huesca a los hijos de los personajes más principales, y poniéndoles maestros de todas las ciencias y profesiones griegas y romanas, en realidad los tomaba como rehenes; pero en la apariencia los instruía para que, llegando a la edad varonil, participasen del gobierno y de la magistratura". En el esfuerzo para elevar a los vencidos hasta el gobierno del Imperio, fue un precursor de los emperadores, de Augusto principalmente.
Sertorio llegó a tener bajo su obediencia a toda la Península, salvo Andalucía. Pero su fortuna -tan propicia, que le permitió luchar victoriosamente durante ocho años con los mejores generales del Senado, entre ellos Metelo y Pompeyo- no lo salvó de la inconstancia bélica de los hispanos, fatigados de la larga guerra y recelosos del papel preponderante del grupo de amigos romanos de Sertorio, ni de la traición de éstos, que lo asesinaron (72 a.C.).
Transcurridos unos años, cumplióse otra etapa. Los españoles, que habían intervenido activamente en la guerra sertoriana -justificando su condición de guerra exterior, que los generales victoriosos solicitaron para que les fueran concedidos los honores "triunfales"-, mantuviéronse, en cambio, pasivos en el conflicto entre César y Pompeyo. Las batallas de Ilerda (49 a.C.) y de Munda (45 a.C.), tan importantes para decidir quién sería el dueño del Imperio, se libraron en territorio peninsular, pero entre ejércitos romanos, aunque hubiera auxiliares indígenas en ambos bandos. Se ha señalado la significativa actitud de Ilerda (Lérida) ante la prolongada pugna que se desarrolló en sus alrededores y que acabó con la victoria de César: los ilerdenses quedaron al margen, como si no quisieran perturbar la neutralidad del terreno en que se daba la batalla, dispuestos a reconocer sin dificultad al vencedor. Los hispanos, que aún se habían opuesto a Roma enarbolando la bandera que Sertorio les brindaba, tienen ya ánimo de provinciales y aceptan que su destino sea decidido en una lucha en la que no poseen iniciativa alguna.
- Las guerras cántabras
Los únicos que escapaban al dominio de Roma eran los habitantes de las regiones montañosas del norte de la Península, quienes, gracias a su posición y a la geografía, habían logrado permanecer hasta entonces en un hostil aislamiento. Pero bajo Augusto se emprende la última fase de la conquista, y en ella reaparecen las guerrillas, las defensas exasperadas, numantinas -en Monte Medullio, en Aracillum, en Monte Vindio-, la dureza de los métodos ormanos, el inesperado y repetido reavivarse de la lucha cuando parece extinguida. Las guerras cántabras, comenzadas el 29 a.C., y que incluso hicieron necesaria la presencia personal de Augusto, fueron terminadas por Agripa en el 19 a.C., el mismo año en que un español, el gaditano Balbo el Menor, obtenía en Roma los honores del triunfo por sus victorias en África: era el primer general no itálico a quien se le concedían, así como su tío, Lucio Cornelio Balbo, había sido, años antes, el primer provincial elevado al Consulado.
Se cerraba definitivamente el ciclo de la resistencia, cuando daba ya frutos sazonados el de la romanización.