La consolidación del dominio visigodo en Hispania era un objetivo difícil para la reducida población goda, que no llegaba a representar un 5 por 100 del total de la población del territorio. No obstante, en tiempos de Atanagildo (555-567) fijaron su capital en Toledo, ciudad que por su situación geográfica era símbolo del propósito centralista y unificador de todas las regiones y pueblos de Hispania.
En esta línea han de entenderse distintas medidas integradoras y de aproximación al sector hispano-romano, unas de tipo social -como la derogación formal, tal vez por Leovigildo (571-586), de la prohibición de matrimonios entre godos y romanos- y otras de tipo religioso -como la conversión al catolicismo de Recaredo I (586-601) en el año 589-, así como la destrucción en el 585, por Leovigildo, del reino de los suevos o, más tarde, la expulsión por Suíntila (621-631) de los bizantinos que ocupaban territorios del sureste y del sur desde los tiempos de Atanagildo. Pero la medida más importante que adoptaron fue la de mantener la cultura romana, y con ella, como veremos, la tradición jurídica también romana, lo que, por lo demás, no era difícil para ellos, ya que antes de llegar a Hispania la habían conocido y asimilado en el tiempo de convivencia con los romanos, primero en las provincias orientales del Imperio y después en las Galias.
Sin embargo, extensas áreas del país, aunque teóricamente bajo el dominio visigodo, prácticamente vivían independientes y libres de su control; el sector de población judía mantenía una organización propia, y alguna región, como la de los vascones, nunca llegaría a ser efectivamente sometida, como lo demuestra el hecho de que Rodrigo (710-711) aún intentaba su pacificación cuando se produjo la invasión musulmana y tras ella el final del reino de Toledo.
Fuente:
Manual de Historia del Derecho (Temas y antología de textos).
Enrique Gacto Fernández, Juan Antonio Alejandre García, José María García Marín.
Páginas 53-54.