Si de una parte la herencia o el influjo de la tradición romana bajoimperial contribuyó a la adopción por los reyes visigodos de un sistema jurídico legalista, de otra la tradición legislativa de la Iglesia a través de los concilios ayudó a consolidar la preponderancia de la ley. Y el triunfo de ésta se traduce en la tendencia a eliminar cualquier otra fuente del Derecho. Así se explica la animadversión hacia la función creadora que pudieran realizar los jueces con sus sentencias, los juristas a través de su doctrina o el pueblo mediante la costumbre, pero la eficacia de la ley frente a las otras fuentes está en función de la firmeza del poder supremo y por eso no se cumple siempre de forma plena.
La ley frente a las sentencias judiciales
Una vieja ley visigoda obligaba al juez, cuando no encontrara norma aplicable al caso litigioso, a remitirlo al rey para que éste resolviese, lo que equivaldría a negar al juez en dicho caso la facultad de improvisar la solución, pero es de suponer que a veces, por la distancia entre el lugar del litigio y la corte, o porque en aquél la autoridad real fuera débil, la obligación quedaría sin virtualidad y el juez resolvería en la práctica juzgando a su arbitrio.
La ley frente a la doctrina de los juristas
Por otra parte, aunque la ciencia jurídica romana debió mantener su valor normativo durante gran parte de la época visigoda, parece que se trató de poner fin a aquélla cuando a mediados del siglo VII fue prohibida en términos genéricos la aplicación de las instituciones extrañas y del Derecho romano, del que era parte importante la obra de los juristas. Pero, aunque el clima no fuese propicio para la doctrina de los autores, tanto romanos como visigodos, algunos de éstos, como San Isidoro, intervinieron, sin embargo, en la redacción de leyes y códigos, así como de documentos y formularios.
La ley frente a la costumbre
Más polémica es la cuestión en torno al posible desplazamiento de la costumbre por la ley. No hay razones para negar la vigencia de viejas costumbres indígenas o hispano-romanas, mantenidas ininterrumpidamente, sobre todo en aquellas regiones, especialmente periféricas o más alejadas de la corte, donde el poder visigodo no llegó a ser plenamente efectivo y donde de hecho se vivió, al menos hasta el siglo VII, en una situación de semi-independencia política y jurídica. La controversia surge en cuanto a la posible persistencia del antiguo Derecho germánico de los visigodos, consuetudinario y transmitido por vía oral. La doctrina se divide entre los llamados "germanistas", que defienden su existencia, y quienes la rechazan. Estos son calificados como "romanistas", con no excesiva propiedad, quizá en alusión a la presencia entre ellos de ilustres romanistas como D'Ors, y a que admiten el desplazamiento de aquellas costumbres por el derecho legislado, de base fundamentalmente romana.
Los germanistas (Hinojosa, Ficker, Melicher, Menéndez Pidal, Torres López y otros) defendieron que entre los habitantes de las zonas donde en un principio se asentaron mayoritariamente los visigodos persistieron costumbres arcaicas, de abolengo germánico, enraizadas en el pueblo y no anuladas a pesar de la posición de los monarcas contra ellas. Los citados autores han imaginado un enfrentamiento entre el Derecho legislado romanizado y la costumbre popular germánica, y ya que este Derecho poco significaría si no fuese aplicable por un juez, supusieron que con la justicia real debió coexistir, aunque prohibida desde el poder, una justicia popular soterrada, vestigio de la tampoco olvidada tradición judicial germánica.
Quienes mantienen esta opinión se apoyan en el hecho de que el pueblo, especialmente en las zonas en las que vivió menos disperso (Meseta norte y tierras de la futura Cataluña) conservó con más pureza su cultura, mientras que las clases más elevadas y los monarcas se habían romanizado más profundamente. Si éstos se apartaron de la tradición germánica fue por conveniencias políticas que el pueblo no entendía, y en consecuencia, el Derecho consuetudinario y popular germánico o no dejó de aplicarse o se mantuvo en estado latente, lo que le permitiría reaparecer cuando el poder real, defensor de la exclusividad de la ley, se debilitó o desapareció.
Entre los romanistas es García-Gallo el principal exponente de la teoría contraria. Para él, el pueblo visigodo en su dispersión debilitó sus caracteres nacionales, que desaparecerían -como su lengua, religión y cultura en general- cuando aquél se fusionó con el hispano-romano. Difícilmente podría conservar, como excepción, sus costumbres a lo largo de la época visigoda. La circunstancia de que algunas instituciones o normas germánicas perduraran aisladas y por vía consuetudinaria no parece suficiente a quienes mantienen esta opinión, para suponer un enfrentamiento con la ley en un plano de igualdad.
Pero, existiera o no una costumbre germánica, el triunfo del Derecho legislado en la época visigoda estaba asegurado, sobre todo en el siglo VII, durante el cual se intensificó la actividad legislativa, se institucionalizó la intervención de los concilios, se promulgó la más importante recopilación de leyes que prolongaría su vigencia en la época medieval, y los obispos se convirtieron en difusores y ejecutores del Derecho legislado.
Como ya sucedió en la última etapa de la época romana, en que la ley se erigió en arma poderosa pero poco eficaz en manos de un poder débil, también en su ocaso la monarquía visigoda, presa de otras fuerzas y en un clima de división de poderes, de crisis económica, de opresión y descontento social, de corrupción administrativa y de las costumbres, buscó en el uso exclusivo de la ley el remedio, también inútil, para imponer la uniformidad y el centralismo y frenar el hundimiento del reino toledano.
Fuente:
Manual de Historia del Derecho (Temas y antología de textos).
Enrique Gacto Fernández, Juan Antonio Alejandre García, José María García Marín.
Páginas 61-63.